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Nos volvimos caminando


Nos volvimos caminando entre baldosas,
      sorteando charcos, nombrando estrellas;
una luz de mercurio te estiraba la sombra
y una fila de hormigas te pisaba las huellas.
Si me dieras un lápiz y unas hojas gastadas
             te podría esbozar cada esquina,
un portón oxidado, un pasaje de ripio;
los malvones marchitos de la pobre vecina. 
Los perros de al lado, que siempre me odiaron,
       el gato en la tapia velando al asecho,
      un gallo infinito tosiendo sus notas;
la luna enredada en los cables del techo.
Tus ojos de grillo raspando un murmullo,
   tu mano apenada arrugando un boleto,
 la noche en tu frente, la brisa en tu boca
y un ramo de dudas buscando un secreto.

Primos hermanos


Salir a atrapar las noches de inocencia
con las manos abiertas como árboles,
Era respirar el cielo ardiente del verano
era el vapor de los naranjos en la sangre.
Era un juego emancipado de dilemas,
una estación fecunda de promesas,
era un tren cargado de provincias,
de pueblos sin nombre, de primos hermanos.

Era cabalgar sin riendas
sobre un hilo de ocurrencias repentinas,
un canto azucarado de vigilias,
una llanura infinita de proezas.
Sabíamos tan poco, que todo nos brillaba.
Teníamos un canto atropellado de estrellas,
una sociedad de encuentros postergados,
un compendio de secretos compartidos.

Una tarde nos fuimos abriendo,
nos dejamos rodar las miradas
para decir hasta pronto, para decir algún día...
Es que luego ese viento mezquino 
nos sembró por todas partes,
nos pobló de silencios, de sentidos comunes.
Los vagones siguieron pasando,
Pero ya no estábamos, ya no volvimos.

De vez en cuando, mientras todos duermen
me deslizo hasta el umbral de la alborada
voy al patio abovedado de galaxias,
y corro a perseguir aquel verano;
y sé que ellos también se despiertan
y buscan el mismo racimo entre las ramas,
me vuelve a palpitar la piel en llamas
y sé que no estamos tan lejos.

Ocúrreme otra vez


Ocúrreme otra vez como esa tarde,
     la del sol que temblaba de otoño
bajo el cielo febril de tu mano,
la del viento solfeando una copla,
la del valle extasiado de orquídeas.
       Me dejaste en la sal
con la frente encendida,
derramado en la arena
con el alma doblada.
Ocúrreme otra vez que ya no duermo
          y ya no vuelvo desde entonces.
Sigo los rastros de un sueño
    que se disipa en la noche,
busco las notas de un himno
         que ya no suena en la brisa.
Ocúrreme otra vez como esa tarde.
Ocúrreme otra vez cuando te nombre.

Tarde naranja

Ese instante no vuelve,
y está bien que así sea.
  Esa tarde naranja,
esa calle escondida;
          el café en la peatonal
sobre las mesas de mimbre,
las baldosas empapadas
    por la lluvia peregrina.
Un pedazo de sol
desparramado en el piso
        y un pintor callejero
   que vendía lugares,
tus sandalias rimando
con la luz de la plaza
     y una nube en el cielo
con la forma de un ángel.
La nostalgia en tus ojos
 como un niño dormido,
 un reproche envainado,
  que esperaba su turno;
       mi silencio impaciente,
        la humedad en el aire,
             y una lagrima tibia
        resbalando sin rumbo.

Un tesoro en el patio


    En el patio de la abuela,
del gallinero a diez pasos;
a la sombra de la higuera
algún tesoro enterramos.
   Hicimos un torpe mapa,
y en un cajón lo escondimos,
después se vendió la casa
y lentamente crecimos.  
    Hoy ya no siembro aventuras
donde las flores murieron,
trato de hacer mi fortuna
de las cosas que no veo.
   Hoy ya ni el mapa recuerdo,
ni el tesoro qué escondimos;
quizá nunca lo encontremos
pero, ¡Cuánto nos reímos!

Volver


    Volví una tarde nublada
después de muchos inviernos,
salté las rejas de acero
que custodiaban la casa;
por años deshabitada,
y su jardín marchitado,
de los pinos que plantamos;
solo unos cuantos quedaban 
y en la brisa susurraban
nuestra canción del verano. 
  Con tres candados de bronce
hallé la puerta sellada,
me asomé por la ventana
que alguna vez tuvo flores
y cortinas de colores;
la partí con un ladrillo,
entré sin pedir permiso
y en el zaguán de la entrada
dejé mi vieja nostalgia
esperando como un niño. 
    Para encontrar el pasillo
abrí todas las persianas,
la luz entró avergonzada
y se arrastró por el piso;
como un tesoro escondido
palidecia la sala,
por años deshabitada
con los revoques en ruina
parecían las heridas
que el rencor deja en el alma. 
   Como olvidados testigos
encontré nuestros retratos,
las ratas dentro del piano
y nuestros pálidos libros,
la arrogancia y el olvido
tirados sobre la alfombra;
el fuego arrojó su sombra
sobre el sofá tantas noches
frente al hogar donde entonces
degustábamos las horas. 
    En un cajón del armario
desempolvé un par de cartas
cuya existencia ignoraba
como ignoran los tiranos;
corrí temblando hacia el patio,
busqué la fuente que hicimos,
la que bañaba el rocío,
me vi en su pobre reflejo;
mi corazón tan enfermo
volvió a escuchar sus latidos.

Amigos y enemigos


  Me sonrió con un cómplice gesto,
del salón cerró todas las puertas,
trajo copas y un vino importado,
puso un disco de música celta.
Se sentó frente a mí que esperaba
en el otro rincón de la sala,
tomó un trago, pensó largamente
y movió el blanco peón de su dama.

  Sin dudarlo doblé su jugada,
cara a cara quedaron las piezas,
el peón de su rey asomaba
desafiante a mitad de la escena.
Mi caballo del rey envié al centro
para dar una firme respuesta,
se soltó la corbata irritado,
me miraba cual tigre a su presa.

  Como siempre, nos subestimamos,
yo elegí defender sobriamente,
el en cambio avanzaba agresivo,
impetuoso atacó por dos frentes.
Mientras él desplegaba su alfil
fui evadiendo su ansiosa embestida,
ocupé mis casilleros negros
sin entrar en su línea enemiga.

  Por el centro su reina instalada
controlaba mis dos diagonales,
su caballo en el flanco derecho
hostigaba a mis piezas vitales.
Me miró como nunca lo hacía,
me encerró con su plan atrevido,
despreció mi letal retaguardia
y acerté un contraataque nocivo.

  Meditó con las manos cruzadas,
comprendió que arriesgó demasiado,
me aturdieron sus hondos latidos,
bebí toda mi copa de un trago.
El sudor lo envolvió como un manto
y su rey descuidó en un pasillo,
con mi torre arrasé con su trono
y olvidamos que fuimos amigos.

Sonata para piano

Bajo el arco central de la sala
de un sutil palacete olvidado,
un anónimo piano de cola
se repite en el piso de mármol;
las cortinas que besan el suelo
tiñen toda la alcoba de blanco,
y un barroco balcón lo separa
de la ilustre Avenida de Mayo.

Un velaje de gris terciopelo
lo guarece del aire profano,
pareciera elevarse del suelo,
como un sueño a los hombres vedado.
Con bravura desnudo sus formas,
temblorosas palpitan las manos;
acaricio sus curvas agudas
como aristas de un sable afilado

El marfil de sus notas oscuras
por el blanco teclado se esparce
como un lobo corriendo en la nieve,
los colmillos lamiendo en sus fauces.
Yo quisiera tocarlo y pudiera
si no fuera un recinto privado,
pero hay algo en su negro contorno.
que despierta un ensueño apagado.

Doce guardias custodian ufanos
la mansión de otro siglo heredada,
mientras cierro por dentro las puertas
temerario me encierro en la sala;
por que un niño soñó tantas noches
que entre notas corcheas y escalas
se sentaba ante un piano prohibido
y tocaba esta vieja sonata.