Yo acomodaba los recuerdos.
Los apilaba en anaqueles de nostalgia.
Clasificaba las memorias más remotas
y encasillaba sensaciones encontradas.
Los domingos soleados, con la ansiedad del día.
La insaciable alevosía
de correr de forma absurda por el patio.
Las siestas amarillas.
Un atlas desplegado por la alfombra.
Mi cruel piromanía con los grillos.
Las noches salpicadas de historietas.
La luz en la mesita,
las sombras en el techo.
La fiel contradicción de ir a la escuela
los naranjos custodiando su vereda,
las aulas apretadas
sabor de los crayones en la boca,
la tímida obsesión de hincar los codos;
el juego interminable de ser grande.
El piso repitiéndose hasta el patio,
el sol de penitencia en la ventana;
los aliados transitorios del colegio
los dueños del pasillo,
los huérfanos de ideas;
los otros...
Proceso inevitable de entregarse,
de abrir los mecanismos no forzados;
de dar y compartir lo prescindible;
las penas y victorias de la infancia
Todas enfiladas,
ordenadas por color,
por fecha, y relevancia;
Hasta que un día,
en los armarios de la mente
no quedo ya más lugar
para el acopio,
saturados los depósitos del alma;
se acabaron las carpetas
se agotaron las caratulas
entonces conocí el olvido
y aprendí a olvidar;
luego la brutal distancia
y aprendí a dejar.
Hoy se arrojan al vacío,
se confunden y se abrazan,
en el mismo cuarto oscuro
que alguna vez fue añoranza.
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